jueves, 20 de diciembre de 2012

Los ojos


No debía cerrar los ojos. 
Tenía miedo de perder el control de mí misma.
Me arrepiento de ti, de amar tus ojos; 
me arrepiento de no poder besar tus ojos.

La acariciaba como si fuera un regalo. Que le fue dado por amor. Algo pequeño y apacible. Insoportablemente valioso.
Pero cuando hacían el amor se sentía ofendido por sus ojos. Se comportaban como si pertenecieran a otra persona. A alguien que estuviera observando. Que estuviera mirando el mar desde una ventana. O a una barca en el río. O a un transeúnte que llevara sombrero en medio de la bruma.
Se exasperaba porque no sabía qué significaba aquella mirada. La situaba a medio camino entre la indiferencia y la desesperación. No sabía que en algunos lugares, como en el país del que procedía Rahel, había diferentes clases de desesperación que pugnaban por la primacía. Y que la desesperación personal nunca llegaba a ser suficientemente desesperada. Que algo sucedía cuando la confusión personal chocaba casualmente con el altar levantado al borde del camino a la confusión pública de una nación. Una confusión inverosímil, insensata, ridícula, torrencial, circundante, violenta, inmensa. Sucedía que el Dios Grande bramaba como un viento tórrido exigiendo reverencia. Y entonces el Dios Pequeño (agradable y contenido, privado y limitado) retrocedía cauterizado, riéndose, aturdido, de su propia audacia. Acostumbrado a la constante confirmación de su inconsecuencia, se tornaba acomodaticio e indiferente. No había mucho que importara. Nada de lo que importaba, importaba mucho. Y, cuanto menos importaba, menos importaba. Nada tenía nunca suficiente importancia. Porque cosas peores habían sucedido. En el país del que ella procedía, en eterno equilibrio entre los terrores de la guerra y los horrores de la paz, continuaban sucediendo las peores cosas.
 Arundhati Roy: El dios de las pequeñas cosas (fragmento).